el hombre que miraba pasar los trenes |
Fotografiar es un estado de ánimo. Cuando miro por el visor de la cámara, siento la pulsión de una vieja dualidad, dos sensaciones que se retroalimentan. Estimulados por la armonía de una estereotipada puesta de sol, mis ojos se alegran si mi alma está igual, o quizá se vuelvan críticos y despectivos ante lo tópico. Otras veces, mi ánimo ansioso y oscuro puede encontrar la paz en una mañana de viento descontrolado, o viceversa. El misterio de la ciudad de las sirenas es insondable. Hay días en que me regodeo en la belleza, disfruto intentando recomponer el puzzle de la existencia. Ingenuo, creo que puedo llevar el control del caos. La fotografía como terapia. Pero hay otros en que el estupor dirige mi mirada y me dejo llevar hacia el lado más salvaje de la calle. Y también, cada vez con más asiduidad, hay muchos momentos en que necesito cerrar los ojos, saturado por el consumo superficial y excesivo de imágenes. Fundido en negro como un baño relajante.
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